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NUESTRA HISTORIA
El ciego y el muchacho
Una experiencia de pueblo chico, relatada como cuento corto #QuedateEnCasaLeéEsteRelato
Por Leonardo Miguel González

En el pueblo había un ciego muy popular que, a veces se enojaba con los traviesos chicos que le hacían bullas en mérito a sus juveniles maneras de no conocer aún el respeto por el desvalido. El ciego tenía una armónica que, destemplada y desprolija, le hacía poner una sonrisa en su curtido rostro y, claro, los que lo conocían le daban algunas monedas o algo para que coma.

Dormía en cualquier parte. Llamaba la atención que los perros callejeros lo seguían en su eterno trajinar por las calles. Es posible que los animales se sintieran un poco como él: hambrientos, sin hogar y sin compañía.
 
Una vez, el ciego estaba muy triste, casi lloroso. Movía para todos lados las manos sobre el piso. Se le había caído su armónica y su ceguera le impedía hallarla. Muchos pobladores pasaban viéndolo así, pero no sabían o no preguntaban que le sucedía. No advertían que buscaba su medio de hacer música y que ello le producía gran desazón.
 
En realidad, el instrumento estaba cerca, pero se había metido en el hueco de un vieja vereda y era imposible para quien no tenía el sentido de la vista, encontrarla con tanteos. Pasó cerca uno de esos muchachos que lo molestaban y hacían enojar siempre. Se quedó mirándolo al desvalido en su desesperación porque, seguramente pensaba que la había extraviado o alguien se la llevó.
 
El muchacho vio esa figura que tantas veces había sido objeto de sus intentos por hacerle enojar y lo lograba. Algo extraño sintió y, sin dudarlo, sacó la armónica del hueco y le dijo al ciego: “Aquí está chamigo tu flauta” y se la puso en esas rugosas y manchadas manos. El ciego tomó la armónica y puso en su rostro una sonrisa que la iluminaba haciendo que sus manchados dientes parecían no tan así. “Gracias”, dijo el ciego. “Quien pa sos”. El muchacho no quiso decir su nombre porque pensaba en la bullas que alguna vez participó contra el invidente. “Uno de por acá nomás”, le dijo. “Seguramente sos una buena persona”, manifestó el hombre.
 
Al muchacho le dio un sinnúmero de sensaciones. Sobre todo la de culpa por haberse burlado, en más de una oportunidad de aquel ciego que a nadie molestaba. Sintió que el aire era mejor y que su respiración era más agradable. En su mente, juro que nunca más la chanza sería su conducta con la gente.
 
Y cuando el ciego se fue a tocar su armónica allá arriba, el muchacho, ya un comerciante próspero, le hizo hacer un funeral con cajón de cedro y lo llevó donde habitan los que ya no están, Supo, entonces, que lo que hacía de muchacho no estaba bien pero, al final, se enseñó a sí mismo la forma de perdonarse.
 
Sábado, 04 de abril de 2020