Terminado el secundario y, aconsejado por mis buenos profesores, me había decido a estudiar una carrera universitaria. Quería ser abogado. De hecho, debía venir a la Universidad que se hallaba en la ciudad capital de la Provincia, en Corrientes.
En uno de mis viajes a mi pueblo, Saladas, donde iba seguido porque no podía cortar el cordón umbilical, las guitarreadas y encuentro son mis amigos. Poco a poco, me fui afincando en Corrientes.
En una oportunidad, manifesté que en la pensión habitábamos con otros estudiantes una habitación ventilada pero muy fría y que, por las noches, la baja temperatura se hacía sentir a tal punto que dormíamos casi vestidos.
Pudo ser que escuchó o mi Madre se lo dijo a mi Tía Ana, que era muy hábil para el tejido en crochet.
Lo cierto es que juntando retazos de hilo de lana de distintos grosores y colores, aquella recordada Tía me hizo una manta gruesa y multicolor que con la que hoy es mi esposa le agregamos una frazada de lana de tal manera que se convirtió el tejido de crochet de mi tía Ana en un poderoso abrigo para aquel estudiante que, por ser tan delgado, no tenía mucho tejido adiposo para superar las bajas temperaturas.
Así tuve un cobertor grueso que me permitía descansar en esos días casi helados. Incluso me lo ponía sobre los hombros cuando me sentaba a leer y tratar de comprender los libros de las materias que debía aprobar para avanzar en mi carrera universitaria.
Pero lo que pretendo señalar es que ese “cobertor” de crochet que me hizo mi Tía Ana lo conservo aún hoy, y, cuando hace frio, cubre mi cuerpo de la misma forma que después de más de cincuenta años y no puedo ni quiero prescindir de él.
A veces, hechos como este nos traen imágenes de tiempos pretéritos, pero que regresan al pensamiento no solo como una prenda de abrigo, sino junto a la persona que, con hacendosa habilidad, hizo algo a favor de mi persona y que Dios no permitió que me desprenda de él como queriendo tenerla cerca a esa Tía, de gran personalidad, pero con un corazón de madre repleto de ternura y cuidado para aquel jovencito que quería ser profesional y lo fue.
Junto el recuerdo de mi Tía Ana está el exquisito sabor del agradecimiento que es, quizás, la mejor manera de recordarla. Y sé, ciertamente, que hago bien.
Tal vez, en el futuro, alguien de mi descendencia, al conocer el contenido de este relato, lo guarde para sí porque está intacto como el cariño que la Tía me reveló al buscar paliar el frío que sentía. No olvido, por eso, el crochet de mi tía Ana.
Por. LEONARDO MIGUEL GONZÁLEZ/ Martes, 14 de abril de 2020